“Robar a Rodin” — Comentario de CINE

Excelente documental que reconstruye el robo de una pieza artística del Museo de Bellas Artes, de Santiago de Chile, exponiendo presuntas motivaciones y los evidentes resultados. En todo caso, deja espacio para alguna ulterior reflexión.

Por JOBLAR

Una hermosa panorámica desde lo alto muestra al espectador el Palacio de Bellas Artes, construido a comienzos del siglo XX y ubicado en el Parque Forestal, que el gobierno de Balmaceda logró “robar” al lecho del Río Mapocho. Este pequeño espacio está actualmente rodeado por rascacielos que hicieron desaparecer de la vista el valle en el que el conquistador decidió fundar la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo.

Allí se cometió, en el 2005, el robo que habría de remecer a los televidentes y provocar una asistencia multitudinaria a una muestra que hasta ese momento había interesado sólo a los frecuentadores de siempre, o a los turistas.

El documental, con excelente fotografía y montaje, agota el tema de manera caligráfica. E insiste en la principal clave de lectura: “La pérdida trae de vuelta a la memoria lo que no está”.

En efecto, el espacio vacío donde estaba El torso de Adèle, tuvo más éxito que las otras obras que se exhibían, así como también (a otro nivel) remeció al mundo la desaparición de La Gioconda, de Leonardo, del Louvre de París. Entre paréntesis, el hecho se recuerda en una película muda de 1911, que se desarrolla con el ritmo de Georges Meliès o de Mack Sennett.

Me parece que —a pesar de que el director, Cristóbal Valenzuela Berríos, y la productora María Paz González, prácticamente agotan el tema—, la película deja espacio para alguna ulterior reflexión.

Si Eróstrato pasó a la historia por haber incendiado el Templo de Diana en Éfeso, me temo que no va a ocurrir lo mismo con este autocalificado artista chileno, que incluso se cambió el nombre para no ser reconocido.

Según sus declaraciones, que le evitaron una pena mayor, quiso hacer una “acción artística”.

Tal vez nunca sabremos si ésta fue su idea en un principio, pero funcionó. Yo creo que hubo mucho de ocasión irreflexiva: un desafío a sí mismo para demostrarse capaz de cumplir un acto ilícito, pero “bello” a su manera.

A pesar del perfil psicólogo, que incluye la ausencia del padre, creo que funcionó lo que yo llamo el Síndrome de Raskolnikov: cometido el crimen, después de evaluar la inutilidad de su resultado, sólo queda el arrepentimiento y la aceptación del castigo.

Hay películas sobre robos de obras de arte (Los alegres ladrones, de George Marshall, 1961; Topkapi, de Jules Dassin, 1964; Cómo robar un millón de dólares, de William Wyler, 1966). films que tienen un común denominador: el espectador espera que el robo resulte por todo el esfuerzo desarrollado. Las motivaciones son el enriquecimiento o esconder un fraude. Aquí son otras, pero también predomina la simpatía por el autor, pero no por haber preparado un plan meticulosamente, sino por su ingenuidad.

En este caso, la acción también pierde su carácter delictivo y pasa a ser una denuncia: la falta de seguridad, los políticos que ocupan cargos de responsabilidad cultural, una presentadora televisiva esposa de un futuro ministro de Hacienda… Es decir, un ambiente en el que todo pareciera importante menos la obra de Rodin en sí: todo está preparado para el lucimiento de personas que, probablemente, poco y nada sabían (y saben) de Rodin.

Me parece genial que se recuerde otro episodio, que también se transformó en fenómeno mediático. El 30 de junio de 1981, el “Comando de Vengadores del Arte” (¿quiénes lo componían?), desmontó —con sopletes y cinceles— una silla de una tonelada de peso, creada por Humberto Nilo, que estaba expuesta fuera del Palacio del Museo de Bellas Artes. Fue encontrada cerca del Puente Lo Saldés con la siguiente nota: «El arte nacional debe ser objeto de orgullo y no de vergüenza y patudez».

¿Ladraban los perros? ¿O era también una operación de marketing artístico?

(Robar a Rodin. Chile, 2017)

TRAILER DEL FILM:
“ROBAR A RODIN”

PRODUCCIÓN:
Robar a Rodin

 

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