“VERANO 1993” — Comentario de CINE

Película emotiva, en parte autobiográfica, que se desarrolla de manera sencilla y cautivadora. Una huérfana de seis años, demasiado pequeña para enfrentar el duelo y el luto racionales, encuentra su resiliencia a través de una lenta reconquista de la cotidianidad…

Por José Blanco Jiménez
(JOBLAR)

Miembro del Círculo de Críticos de Arte de Chile

 

Las historias de huérfanos llevan a pensar en los clásicos de Charles Dickens y Hector Malot, o en el patetismo de Benito Pérez Galdós. Sin embargo, esta película en parte autobiográfica de Carla Simón lleva al espectador a compartir las vicisitudes de una niña de seis años, que ha perdido a padre y madre.

En este caso, no se trata de una muchachita que es repudiada o maltratada por su condición. Frida (ése es su nombre) es acogida por el joven matrimonio que conforman su tía, su marido y Ana, otra niñita encantadora.

Ella sabe que sus padres murieron de pulmonía, pero la verdad —que apenas se musita— es que fueron diezmados por un flagelo terrible de esos años: el SIDA.

Ésta es una palabra que nunca se menciona en la película, pero el espectador se percata cuando Frida se hace una herida en la rodilla y las madres alejan a sus hijos de ella como si fuera una leprosa. Y es que —como lo recuerda el título— los hechos ocurren en 1993, cuando el SIDA no sólo era una amenaza verdadera y mortal, sino que también tenía el baldón de ser el resultado de una acción pecaminosa, porque se transmitía por sangre infectada y por relaciones sexuales.

Casi como un presagio de la pandemia, que ha obligado a las familias a recluirse, la nueva familia se recluye en el campo, donde parece que el tiempo se detuviera.

Aparentemente nada sucede, pero —como ocurre en las buenas obras cinematográficas— ocurren muchísimos eventos, que van marcando la evolución afectiva de Frida y componiendo su retrato psicológico. Es así como mostrará sus muñecas explicando que tiene muchas porque la quieren mucho o dejará una cajetilla de cigarrillos junto a la Virgencita para que se los dé a su madre cuando la vea. Están también sus estallidos de rebeldía, como en el episodio de la peineta, del berrinche por el color de la camisa de dormir o cuando quiere irse de la casa. Y es ahí que se aprecia la paciencia y el cariño de sus tíos.

No faltan tampoco las secuencias de vida tradicional, como el juego de las servilletas o el espectáculo en la plaza con los muñecos gigantes y la bandera regional. Porque es muy importante señalar que la película está hablada en catalán y no en el insoportable (para mí) castellano madrileño, que me trae malos recuerdos de vociferantes curas predicadores franquistas.

Otro detalle importante es que el cine —sobre todo estadounidense— tiene acostumbrado al espectador a que espere que ocurra algo terrible y esto podría ser aquí por la indefensión de Ana o de la misma Frida: todo se vuelve peligroso y amenazante. Sin embargo, la vida en sí parece más peligrosa para los adultos que para las niñas. De hecho, éstos tratan de demostrar su afecto (en especial los abuelos y la criada acondroplásica), pero deberá pasar un tiempo antes de que la pequeña protagonista pueda reconocerlo y hacerlo suyo.

Con sus pocos años, más que el luto y el duelo racionales, debe desarrollar la resiliencia a través de una lenta reconquista de la cotidianeidad. De este modo, la llaga de la separación dramática se cicatrizará lentamente, como la herida de su rodilla.

(“Estiu 1993”. España, 2017) 

TRAILER DEL FILM:
“VERANO 1993”

 PRODUCCIÓN:
Cameo

 

 

 

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