Parece una autobiografía, pero no debería serlo. La vida de la poetisa chilena Natasha Valdés podría ser una acumulación de experiencias alegres y tristes en las que muchas lectoras y lectores pudieran verse reflejadas y reflejados. Sin embargo, resulta un apasionante juego de roles de narración que atrapa dentro de su sencillez. No hay nada cerebral ni rebuscado. Y la intertextualidad que advierto son, más que nada, reminiscencias de mi condición de receptor literario empedernido…
Por José Blanco Jiménez
(JOBLAR)
Miembro del Círculo de Críticos de Arte de Chile
Conocí a Natasha Valdés cuando ella tenía 13 años y yo iba para los 16. Éramos alumnos de la Academia de Teatro del Ministerio de Educación y me sorprendió con su monólogo de una encarcelada política de la dictadura franquista. Hicimos buenas migas, me regaló algunos de sus poemas e, incluso, me dedicó uno que empezaba con un verso que nunca he podido olvidar: “Mensajero callado de secretos poemas”.
Me alejé de la Academia por mis estudios universitarios y por mis labores como actor de radioteatro. Después de obtener mis títulos, vino el viaje a Italia, mi regreso después de más siete años y —entre las tantas personas que intenté buscar— pude reencontrarla, pero sólo por breves minutos. Mi esperanza de volver a verla se disolvió entre mis intentos de retomar mi cargo “en propiedad” en la Universidad de Chile y de darme cuenta con tristeza que el país para el que había estudiado no me quería.
Educado en escuela pública y en liceo fiscal, me habían enseñado que debía restituir a mi nación lo que ésta me había dado. Con una promesa nunca cumplida, perdía la posibilidad de hacer carrera en Italia y también en otro país latinoamericano al que me habían invitado. Y la injuriosa pregunta recurrente: “¿Para qué volviste?”. Mientras tanto, Natasha se había volatilizado sin dejar rastros.
Por miembros de la SECH, me enteré que se había ido a los Estados Unidos, pero nadie sabía nada más. Sin embargo, sabía que volvería a encontrarla y es así como —después de 40 años— por fin apareció en internet.
Mi tenacidad de filólogo y periodista buscó y encontró no el hilo de Ariadna, sino la hebra del tejido de Penélope que me permitió llegar hasta ella.
No recordaba mi voz, pero bastó citar el primer verso de su poesía para que me interpelara por nombre y apellido. ¡Tantas situaciones que recordar y —sobre todo— tanto que contar! Y la solución más inmediata: regalarme su libro: “No, no es una autobiografía, tampoco es una biografía, pero puede ser ambas…”, confesó.
La verdad es que poco importa qué es verdad y qué es ficción. El libro atrapa y es necesario leerlo rodeado de una atmósfera tranquila y “sin interrupciones comerciales”. Con suaves remansos poéticos, ya sea en verso, como los dedicados al gato Rasputín (XXVI) y a los ríos (X, XII) o en prosa poética como los Inviernos de New York (XXIII) o El huracán azota a la isla (XXIV) el relato fluye intrigante y cautivador.
Y es que el yo narrativo transforma al lector en un cómplice.
En la primera parte, se podría pensar en una heroína de tragedia griega, en una Antígona o una Medea que lucha contra su destino ineluctable. Y es que se siente la necesidad catártica de contar secuencias de perplejidad juvenil (como la muerte de la directora del liceo), de extraordinaria tensión (como atravesar a pie la frontera cordillerana para llegar a Argentina) o del embarazo imposible, que adquiere tintes veterotestamentarios.
Pero después, en la metrópolis estadounidense, el lenguaje tiene un sabor que recuerda El guardián entre el centeno, de Salinger para derivar —con un guiño al personaje de Sigourney Weaven, en Half Moon Street, (de Bob Swaim, 1986)—, en una narrativa que describe a una “devochka” rusa del siglo XIX, dispuesta a ayudar no sólo a un Raskólnikov, sino a todo aquél que lo necesite. Esto tanto por ideología como por formación moral. Advierto que Dios está ausente en toda la novela, porque Natashita (como la nombra Lou) no piensa en predestinación, libre albedrío ni castigo: “Simplemente siento que todo sucede de una u otra manera”.
En la segunda parte, la narradora homodiegética amplía su rol autodiegético al de testigo metadiegética de los efectos de un mal traicionero e incurable como el alzheimer, combinando episodios largos y angustiantes como el de Lo traigo a casa por lástima (XLII) con episodios breves e intensos, como el del cordón sanitario (XLVI).
Y en este incesante juego de roles da la palabra al mismísmo Lou que narra su historia completa (XXXVII).
Mientras tanto, al igual que en el mundo mental del enfermo, los verbos ya no aparecen en tiempos pasados, sino en un presente drástico y agobiante, que llega a ser incluso presente histórico como en los primeros párrafos de Plaza Recreo y el episodio del Reloj de Flores (XXXVI) o los últimos de Sigo tratando de vivir (XLIII).
El flujo de conciencia de Natasha no es el de James Joyce o de Marcel Proust: es mucho más directo e inteligible. Además, logra hacerlo parte del pensamiento del lector: “No limpié ni a mi madre ni a mi padre, y tengo que limpiar a este asqueroso ser que no es nada mío”.
“Me retuerzo de dolor y de asco.
“¡Que se vaya, que no vuelva más!”
Rodeada por sus perros y sus gatos, la protagonista no tiene tiempo para añorar los bienes materiales que obtuvo en los Estados Unidos, después de una pobreza infamante. No lo interpreto como un ciclo. Creo que es más bien la curva biorrítimica de una muchacha que busca la felicidad, la atrapa y se le escapa nuevamente de las manos. Se refiere a vidas anteriores y a vueltas de mano y a que “hasta que no nos perdonemos estamos condenados a volver”.
Y agrega: “Por eso yo perdono, perdono y pido perdón”.
Me recuerda al viejo protagonista de Fresas salvajes, de Ingmar Bergman (Smultronstället, 1957), que sueña que es reprobado en el examen, porque no sabe cuál es el primer deber de un médico: “¡Pedir perdón!”. Así como había soñado con un reloj sin manecillas y su madre le muestra uno.
¡No, Natasha! ¡No tienes que pedir perdón! Y las manecillas de tu reloj biológico funcionan todavía para recordarte (y recordarnos) que el presente determina nuestro futuro, sobre todo cuando tienes objetivos. ¡Y siempre los has tenido en tu vida!
(Natasha Valdés, La historia que nunca quise contar, Valparaíso, Puerto de Escape, 2020, 184 págs.)
Natasha Valdés, autora del libro
«La historia que nunca quise contar»