El amor en la tercera edad, visto desde un ángulo LGTB, que desea denunciar la búsqueda de la libertad no sólo sexual, sino de un entorno cerrado y sin expectativas…
Por José Blanco Jiménez
(JOBLAR)
Miembro del Círculo de Críticos de Arte de Chile
A Pier Paolo Pasolini le criticaron que, por ser homosexual, mostraba hombres desnudos en sus películas. Era verdad y —después de tantos años—, pocas personas cuestionan sus tendencias. No conozco a la directora Nicol Ruiz Benavides (1988), pero por una entrevista me enteré que se dio cuenta que era lesbiana a los cuatro años de edad y que vivió en varias ciudades porque su padre es militar.
Nació en Lautaro y conoció las limitaciones de una ciudad pequeña: de allí que trate su temática con particular compromiso.
En La nave del olvido, Claudina queda viuda a los 70 años y, como declara más adelante, no amó a su difunto esposo, sino que lo recuerda como “un buen amigo, un buen compañero”. Debe ir a vivir con su hija y su nieto (que, según parece, tuvo soltera) en esa ciudad gris que parece no ofrecer mayores posibilidades de crecimiento personal. Conoce a una vecina llamada Elsa y lo que, en un principio, parecía ser una simple relación de amistad se va transformando en un vínculo de docente-discente: empieza por enseñarle a manejar el auto, llega a ser su confidente y después su amante.
Elsa es bisexual y, por razones de trabajo de su marido, se ha acostumbrado a vivir sola y ha tenido amoríos con muchas mujeres. Frecuenta también un local que queda más allá del río (la alegoría de atravesar el puente resulta innegable) donde se reúnen los que ahora se conocen como LGTB: ella incluso canta para los desatados clientes que manifiestan su sexualidad reprimida.
Hasta aquí mi relato. El guión no profundiza mayormente el tema y, por lo tanto, el espectador debe completar el puzzle. Por lo que Claudina cuenta, fue siempre una lesbiana reprimida que cumplió con sus deberes dentro de una sociedad estructurada de una vez para siempre, que reserva precisos roles para la mujer: hija, esposa, madre, viuda. Ni siquiera se había percatado de su sexualidad contenida. Su viudez y el encuentro con Elsa la desliga de esos deberes y, como una muchachita, sigue lanzando piedras al techo del lado para llamar a su amada.
El tema podría haber provocado escándalo en otros tiempos pero, ahora, que es bien visto ser “diverso” y que los heterosexuales son calificados de “acosadores”, todo se resuelve de manera más transparente. Por eso Nicol Ruiz requirió del “pueblo chico infierno grande” para desarrollar su trama. Y conste que se trata de una película en la que el único intérprete masculino es Cristóbal, el nieto, que apoya a su abuela en sus incursiones afectivas.
Hasta la jovencita que atiende el almacén tiene una tendencia lesbiana.
Juzgo por lo que veo y puedo equivocarme. Es por ello que afirmo que la fotografía me recuerda a Michelangelo Antonioni, tanto por los planos-secuencia como por la ambientación: los frontis de las casas, las puertas, el amoblado modesto (que para mí evocan El desierto rojo, de 1964, o El pasajero, de 1974), las calles silenciosas, los autos que transitan sin detenerse. Y la secuencia de la masturbación, en cambio, me recordó la de Anne Heywood en Amores borrascosos (The Fox, de Mark Rydell, 1967), que exalta la angustia y la necesidad del autoerotismo femenino.
Y un detalle que no es menor: pasa de una secuencia a otra no fundiendo a negro, sino haciendo desaparecer la escena en un pantallazo. Es realmente ver la luz después de cada episodio.
(“La nave del olvido”. Chile, 2020)
TRAILER DEL FILM:
“La nave del olvido”
PRODUCCIÓN:
Fundación CorpsArtes