LAS MIL Y UNA ODISEAS

El lenguaje tiene su propia elasticidad, caminos, bifurcaciones y laberintos a descifrar y resolver. He ahí, parte de su encanto…

 Por Rolando GABRIELLI

Desde Ciudad de Panamá 

 

Antes de Gutenberg, los silenciosos monjes en las oscuras abadías copiaban y guardaban celosamente los libros sagrados, prohibidos al vulgo, y la palabra era tan secreta como el silencio en el bosque del medioevo.

Y en tiempos más lejanos, 3.500 años antes de Cristo, los sumerios, egipcios, las tablas de arcilla, jeroglíficos, ideogramas, eran el modo de escritura de esos tiempos.  

El hombre siempre se ha comunicado por medio de algún signo a través de los siglos. Recuerdo las señales de humo en las películas del Oeste, enigmáticas, expresivas, elocuentes, una comunicación simplemente confiable. Las tribus hablaban su propio lenguaje y sus propios enemigos advertían el poderoso humo convertido en tácitas palabras ya acordadas de antemano.

 

Si bien era difícil escribir, conservar, copiar, la circulación también fue restringida hasta el descubrimiento de la imprenta.

Aquí no está toda la historia, pero para los poetas en especial, no ha sido fácil publicar, aunque algunos han tenido más facilidades que otros. La distribución de los libros, con sus pequeños tirajes casi clandestinos, suelen terminar en el discreto anonimato y escenificar un panorama desolador para la palabra verticalmente escrita.

Algunos compañeros de juego compran un par de ejemplares, verdaderas muestras de un mercado que le hace una olímpica verónica a la poesía.

Los libros se editan para ser divulgados y por el placer de ser leídos. Cada lector recrea su propia lectura en cada poema y época. El silencio grita de una manera particular para ser escuchado como un ruido de palabras que agitan su propia marea frente a una apacible playa.

Fue difícil editar los dos libros ilustrados por sus portadas junto a este texto, si no fuera por las manos de un ángel protector, una verdadera Musa.

Han pasado algunos años, pero han tenido un camino azaroso para llegar al lector anónimo, desde su edición a algunos cientos de kilómetros de las manos del autor, al paradero de un par de librerías. Son años de tropiezos y ninguneos inexplicables para unos poemas que intentaron superar la prueba de la página en blanco y revelar una historia de amor, porque después de todo, la poesía es pasión, un lenguaje cargado de sentido, dijo el viejo Ezra.

También en uno de esos libros, hay denuncia, porque la Historia también debe ser registrada por la palabra en toda su verdad e intensidad. La poesía tiene deberes públicos, no sólo privados.

Estos dos libros son páginas vividas, quizás eso no lo entendieron algunos libreros que los marginaron en sus anaqueles y los vieron como un conjunto de papeles más entre sus estantes y muestrarios, mercancía de palabras verticales inútiles que podría decir un barbero ante un distraído cliente que sólo busca un poco de silencio cotidiano, y una distracción banal.

Son palabras, sin duda, un monólogo que se hace público, exterioriza la intimidad rubricada por el amor que las confiesa.

Ahí, en esa atmósfera, el lector tendrá su última palabra y aparecerá para él, el verdadero poema, ese que rescatará para sí mismo.

El lenguaje tiene su propia elasticidad, caminos, bifurcaciones y laberintos a descifrar y resolver. He ahí, parte de su encanto, no suele ser lineal, no siempre es el mismo y cada época va adquiriendo sus propios modos de representación.

No se trata de una pasarela en búsqueda de alguna estrella, sino de las inagotables preguntas que buscan respuestas, como ha ocurrido a lo largo de los tiempos. Es cierto que hay confusión a nivel mundial, mucha estupidez diría Umberto Eco y Susan Sontag, a Kafka le bastaría firmar con su nombre para describir el escenario global, que se retrata en sus fakes news como el mejor de sus selfies y lo disemina por las redes sociales, Instagram, Facebook, le abre un expediente histórico en Google e instala en la Nube.

Y en el orden de los días pasados, volviendo a la memoria, esa otra realidad que ya es historia, forma parte de los recuerdos y uno también, me imagino al Paco Rivano en sus librerías de viejo en San Diego, un antiguo barrio santiaguino, refugio de libros y otras curiosidades de la capital chilena.

Ahí solíamos ir a ver libros que ya no encontrábamos en las librerías tradicionales, además a mejores precios porque eran usados y el Paco Rivano, un ex carabinero y novelista, dictaba su refinada cátedra de venta. Había un trato personal, diálogo, un afecto por los libros, respeto diría, que pareciera haberse esfumado en la burbuja de los setenta.

Ahí los libros tenían vida propia, probablemente salían a conversar en las noches de sus vidas, intercambiaban tipografías, portadas, se miraban así mismos para su anónimo público, como preparándose para caer en sus manos. Alguno, muy seguro de sí mismo podría iniciar la lectura con la introducción de su propia novela: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos».
 

DEL EPILOGAR 

La aventura de estos dos libros por acercarse al público del mercado ha sido larga y azarosa. Una verdadera aventura quijotesca de años. Los caminos humanos, a veces, son insondables. Carecen de lógica, explicación, se apodera de ellos un laberinto kafkiano. Mi amiga Haydee y mi hermano César, tuvieron que ver en que ambos textos llegaran por fin a puerto y la telaraña permitiera que salieran a la luz pública chilena, al menos comenzarán a respirar la palabra que les permitió existir desde un inicio.
 

 

 

 

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