“EL TRIÁNGULO DE LA TRISTEZA” — JOBLAR COMENTA ESTRENOS DE CINE

Película que lleva a reflexionar, con sonrisa amarga, acerca del frágil equilibrio que existe en las relaciones sociales cuando las liga sólo el dinero y el aparente poder que este confiere…

Por José Blanco Jiménez
(JOBLAR)

Círculo de Críticos de Arte de Chile

Ruben Östlund pasa del cuadrado (The Square, 2017) al triángulo y no creo que sea una casualidad. Son figuras geométricas con recónditos significados esotéricos y —si en el primer caso representaba al hombre prisionero de sus propias creaciones artísticas—, aquí podría ser la misteriosa marca que Jehová impuso a Caín para protegerlo, identificable con la arruga que se forma entre las cejas.

Y la película no deja dudas acerca de la tendencia antropofágica del ser humano. No es sólo el “homo homini lupus” de Thomas Hobbes, sino que lleva consigo el irresistible vértigo del mal de Edgar Allan Poe.

La película se desarrolla en tres actos netamente separados y sería una cobardía de mi parte declarar que no voy a efectuar spoilers: debo hacerlo, porque creo que es mi deber expresar cómo interpreto el relato y —además—, espero que la hayan visto cuando me lean.

En el primer acto, el espectador se entera de la vida de Carl y Yaya, que trabajan como modelos publicitarios y se han incorporado al grupo de los influencers, esto es son personas que invitan porque se supone el público los sigue para conocer su opinión acerca de lugares de moda a los que se accede sólo con mucho dinero.

Ambos están juntos por conveniencia y entablan una discusión acerca de una cuenta por pagar, que deja en claro que —de los dientes para afuera—, la plata no es importante y, sin embargo, es lo único que cuenta. Son objetos de una sociedad consumista que, por ejemplo, llevan a él a prestarse para falsas sonrisas y a ella a aspirar a convertirse en la esposa-trofeo de un multimillonario. Además, contrariamente a la propaganda feminista, ella gana más que él.

En el segundo acto, que para mí es el mejor, los hechos ocurren en un yate de lujo con super ricos, que imponen su voluntad de manera intransigente. Un multimillonario ruso, que sostiene que puede comprar el barco si quiere (cuesta 250 millones de dólares), proclama urbi et orbi que “vende mierda” (o sea, abono para la agricultura); una pareja de ancianos son fabricantes de armas, que se quejan porque vieron reducidas sus ganancias en un 25% por las restricciones de la ONU; un boss de la informática gasta sin restricción sus millones; una alemana, debido a una lesión cerebral, repite sólo una frase. Y la tripulación es realmente servidumbre esclavizada. Todos menos el capitán que, como sabe que está al mando, puede darse el lujo de no querer presentarse para la cena de bienvenida.

Es ese gesto y la ocurrencia de una señorona de que todos los empleados deben lanzarse a nadar al mar, lo que produce que la comida se eche a perder.

Es, sin duda, el episodio más hilarante y disgustoso de la película. La afinidad con El Menú (The Menu, de Mark Mylod, 2022), es evidente, pero aquí el desastre se produce por imprevisión.

Una marejada, ya anunciada pero no respetada como advertencia por el capitán, es la que lleva a que todos vomiten, mientras que el barco se bambolea provocando fallas en el sistema eléctrico.

Para mí, la alegoría es clara: el vómito representa no sólo el rechazo y la inutilidad del alimento, sino que alude a una nueva moda de los ociosos: el consumo de la ayahuasca, que cumple la misma función y que ya fue ridiculizada en una película menor como Mientras somos jóvenes (While We’re Young, de Noah Baumbach, 2014), con Ben Stiller y Naomi Watts.

Durante la tormenta, con el micrófono abierto y en el más avanzado estado de ebriedad, el capitán y el ruso divagan —gracias al traductor electrónico—, acerca del capitalismo y el comunismo.

Para rubricar el hecho de que todos son víctimas de sus propias culpas, cuando vuelve la calma, desde un buque pirata lanzan una granada, que la vieja dueña de la fábrica que las produce reconoce: “¡Es una de las nuestras!”. ¡Buuum!

Y se pasa el tercer acto, que para mí es el más débil puesto que su temática ya ha sido explotada varias veces en el cine: la supervivencia en una isla, donde los roles se invierten y ya no sirve el dinero, sino la capacidad de procurarse y prepararse el alimento. Es así como una de las sirvientas toma el mando.

Decía que no es la primera película que toca el tema. Además del clásico El señor de las moscas (Lord of the Flies, de Peter Brook, 1963; de Harry Hook, 1990), recuerdo la película El admirable Crichton (The Admirable Crichton, de Lewis Gilbert, 1957), en el que Kenneth Moore era un mayordomo que, después de un naufragio, se transformaba en el patrón de sus patrones. Está también Arrastrados por insólito destino (Travolti da un insolito destino nell’azzurro mare d’agosto, de Lina Wertmüller, 1974), de la que tengo entendido se hizo un remake con Madonna con el título de Barridos por la marea (Swept Away, de Guy Ritchie, 2022).

A este punto, la película ralenta y se presume su conclusión. Lo que cuenta es que, en ese mundo primitivo, nada cambia: sólo los roles, pero los comportamientos se conservan y, sobre todo la malicia.

No daré mi opinión acerca del final abierto, pero sí quiero enfatizar sobre el hecho de que el hombre es un antropófago por naturaleza y busca sólo su propio provecho procurando salvar su pellejo. Östlund ya lo planteó en otra película —Fuerza mayor (Force Majeure, 2014)—, en la que el padre, ante la avalancha, trata de salvarse él sin pensar en sus hijos.

Finalmente, agrego algo que me parece que nadie más ha dicho: este “Triángulo de la Tristeza” es un verdadero “Triángulo de las Bermudas”, no sólo por el yate y la posterior ubicación geográfica de la isla, sino porque ahí todo se pierde para no recuperarse jamás.

(“Triangle of Sadness”. Suecia, 2022) 

TRAILER DEL FILM:
“El triángulo de la tristeza”
 

PRODUCCIÓN:
Avalon

 

 

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