Después de casi un año, el cine ha vuelto a ser lo que siempre fue: el máximo encuentro entre el espectador y las imágenes de ensueño que se proyectan en una pantalla. Así ambos se complementan en una e indisoluble realidad…
Por José Blanco Jiménez
(JOBLAR)
Miembro del Círculo de Críticos de Arte de Chile
No puedo ocultar mi emoción de haber podido cruzar el amplio foyer del Cinemark Alto Las Condes, transitar por los pasillos alfombrados y llegar hasta la Sala XD en la que, por tantos años, los críticos cinematográficos hemos podido ver las exhibiciones privadas de las películas.
Además de su tradicional limpieza, se palpaba una atmósfera pulcra y aséptica; mi amplia butaca resentía aún de la reciente humedad del rocío desinfectante. El resto era todo igual: las luces indirectas, el aire limpio que circulaba y la pantalla gigantesca que enfatiza la verticalidad de las tomas en contrapicado.
Antes de ingresar a la sala, me detuvieron colegas de dos canales de televisión y me hicieron preguntas obvias a las que di respuestas obvias: el reinicio de las exhibiciones me parecía excelente y no estaba de acuerdo con el consumo de cabritas, porque no creo que sea un recinto al que se va a comer. Lo que no dije (y aprovecho para decirlo ahora) es que, en cambio, el consumo de sándwiches o de platos de comida da la impresión de estar en la business class de un Jumbo Jet.
Lo que sí aproveché de decir es que ver películas en una sala de cine me trae recuerdos inolvidables de situaciones que el Nuovo Cinema Paradiso (de Giuseppe Tornatore, 1988) y Cinema Splendor (de Ettore Scola, 1989) han inmortalizado para siempre.
CINES DE ANTAÑO
Mi infancia transcurrió en Castro (Cine Rex) y en Concepción (Cines Central, Windsor, Astor, Ducal, Lux, Rex, Cervantes, Regina, Prat y Universidad de Concepción).
En Santiago, mi cine de barrio era el Avenida Matta y —en ese rotativo— disfrutaba no sólo de las tres películas, sino también de las intervenciones del público que aplaudía ante la llegada del “jovencito”, abucheaba “al malo” y/o lanzaba piropos a las actrices. Era tal el embrujo que los espectadores creían que podían cambiar el curso del relato interviniendo con sus gritos, advertir el peligro o impulsar a las imágenes cinematográficas a llevar a efecto lo que querían que hicieran. A lo que hay que agregar que, de vez en cuando, alguno de la galería interrumpía el chorro de luz para con la sombra de su mano “agarrar” el trasero de una exuberante figura femenina.
LA MAGIA DEL CINE
Una anécdota muy personal. Mi madre, que en paz descanse y a quien acompañaba al cine, contó una vez que —cuando era niña— al ver los viernes santos la Vida, pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, tenía la esperanza de que lo iban a salvar.
Hoy en día el público está más pacato y sólo ríe o llora según cuánto la película llegue a conmoverlo.
Sin embargo, hace algún tiempo fui invitado a ver la restauración de El húsar de la muerte, junto a un público seleccionado. Y, en el momento que apareció Pedro Sienna, los espectadores aplaudieron. Reconozco que me emocionó.
¡Bienvenidas salas de cine para que el cine sea cine auténtico!