“EL NIÑO DEL PLOMO” — JOBLAR COMENTA ESTRENOS DE CINE

Un rito que se repite después de medio milenio. “El Niño del Plomo” dejó vacío un espacio que otro niño se siente en el deber de ocupar. Partiendo de la veloz vida de la metrópolis se pasa a la inmensa matriz cordillerana…

 Por José Blanco Jiménez
(JOBLAR)

Círculo de Críticos de Arte de Chile

Al comienzo de su película, el cineasta Daniel Dávila advierte: “El 1 de febrero de 1954, tras muchos años buscando un legendario tesoro en la cordillera de Los Andes, dos pirquineros chilenos descubrieron en la cumbre del cerro El Plomo, a 5.400 metros de altura, el cuerpo de un niño inca congelado por más de 500 años. Un niño muerto en un sacrificio ritual no era el tesoro que esperaban encontrar; sin embargo, decidieron llevarlo a Santiago, la ciudad a los pies de la cordillera, dejando a la montaña sin su tributo sagrado”.
Me ha parecido el caso de transcribirlo integralmente, puesto que —sobre todo—, en la última frase está la clave del relato, que se desarrolla sobre el punto más alto visible desde la capital de Chile que, en el momento del sacrificio ritual, era parte del Imperio Inca.

Sus coordenadas son 33º13’58” latitud Sur y 70º12’44” longitud Oeste.

El guión, coescrito por Elisa Eliash, se desarrolla intercalando páginas manuscritas de Luis Gerardo Ríos Barrueto, que recuerdan el hallazgo y —como justificación de la venta de la momia al Museo de Historia Natural—, afirma que “allá arriba ese muertito ya no servía de nada”. Pero ni él ni nadie saben cuál era la función de su sacrificio.

Luego de la secuencia inicial, que condensa en luces en movimiento la velocidad de la vida en la metrópolis, se pasa a la inmensidad del cielo y de la montaña nevada, en la que los protagonistas son seres minúsculos y difíciles de identificar en la inmensidad.

Como dice el Himno Nacional, “majestuosa es la blanca montaña, que te dio por baluarte el Señor”, y hacia ella se dirigen una mujer, Scarlett (Daniela Pino), y un niño, Mateo (Mateo del Sante). Este último es el que siente la necesidad de llenar un gran vacío inexplicable, que está relacionado con la ausencia del pequeño sacrificado hace cinco siglos. Su acompañante (una pariente o una nana), obedece sus deseos, pero con el temor reiterado de perderlo de un momento a otro. Por eso, la cinta tiene un suspenso permanente que se ve incrementado por la banda sonora.

En efecto, la música es de Luna In Caelo, con la participación de John Fryer y, en muchos momentos, me recordó Lux Aeterna y Atmosphères, de György Ligeti, que utilizó Stanley Kubrick para 2001: Odisea en el Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968). Y es un componente indispensable que se contrapone al silencio de las cumbres.

El viaje final del niño equivale al de la víctima que fue ofrecida: fue un tránsito de un estado a otro, preparado por el cansancio, el frío y la falta de oxígeno. Incluso, Mateo pierde sus zapatos de manera inexplicable y se prepara para la muerte, como seguramente lo hizo el “Niño del Plomo”: y no con resignación, sino con heroica valentía.

Al final, más que por la mano del hombre, es la naturaleza que se lo lleva.

No es una obra fácil, pero sí poética y subyugante. No se trata de un  relato, sino de un rito que se repite como parte de la “Capapocha”, así como se dialoga cotidianamente con la “Pachamama”. Y la inmensa matriz cordillerana recibe el sacrificio expiatorio de un inocente que trata de redimir a un mundo cada vez más caótico.

(“El niño del Plomo”. Chile, 2021)

TRAILER DEL FILM:
“El niño del plomo”
 

 DISTRIBUCIÓN:
Red de Salas de Cine de Chile

 

 

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