“RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS” – JOBLAR COMENTA ESTRENOS DE CINE

Estéticamente impecable, esta película relata la relación entre una pintora y su modelo ocasional. Su suave erotismo se expande hacia un sutil mensaje de amor, que va mucho más allá de un simple episodio de lesbianismo…

 Por José Blanco Jiménez
(JOBLAR)
 

Círculo de Críticos de Arte de Chile

 

Recuerdo que, en los años ‘60, se estrenó Rosa de sangre (Et mourir de plaisir, de Roger Vadim, 1960), y produjo escándalo un beso “cuneteado” entre Elsa Martinelli y Annette Stroyberg (esposa de Vadim que reemplazó a Brigitte Bardot). Cuando la vi en el rotativo Avenida Matta, incluso alguien gritó “¡tortillera!”… 

Los tiempos han cambiado y ahora para que una mujer sea genial y tenga éxito debe ser lesbiana o, por lo menos, bisexual. Ejemplo: Tár (de Todd Field, con Cate Blanchett).

En Retrato de una mujer en llamas, los besos son intensos y no expresan pudor alguno después que las protagonistas entran en confianza. La directora Céline Sciamma, de manera magistral, prepara a l@s espectadores comenzando con largas miradas entre ambas, pero con una finalidad muy precisa. Marianne (Noémie Merlant) es una pintora que debe retratar a Héloise (Adèle Haenel), una joven recién salida de un convento, que se niega a posar. La razón es que ese retrato será enviado al esposo que su madre le tiene destinado y ella no quiere casarse.  Marianne fue contratada por la madre de Héloise (Valeria Golino) y la presentó como “dama de compañía para pasear”, pero tiene que cumplir con su tarea dibujándola de memoria y la debe observar meticulosamente.

En un primer momento, Héloise cree que se trata de un interés sentimental y –cuando sepa la verdad–, ambas estarán enredadas en una relación erótica y apasionada.

La película se desarrolla en una isla frente a la costa de Bretaña, lo que acrecienta su atmósfera de intimidad. Corre el año 1770 y la figura de la artista, que pernocta en una abandonada sala de recepción y que nunca es admitida en el resto del castillo, me recordó a Franz Joseph Haydn que –en la corte de los Esterházy– debía llevar librea y entrar por la puerta de la servidumbre, entre 1766 y 1790.

El relato se desarrolla delicadamente y la relación se va estrechando mientras el retrato pasa del esbozo en carboncillo al sabio uso del óleo aplicado con el pincel.

Héloise recuerda el convento como un lugar donde había música y donde todas eran iguales (¿preludio de la inminente revolución que terminará con el Ancien Régime?).

La madre, cuya primogénita escapó del deber conyugal arrojándose por el acantilado junto a la mansión, es una viuda italiana que también recuerda los conciertos en la ciudad de Milán, donde el pretendiente espera a su futura esposa.

Y es la música la que terminará por unir a las dos jóvenes, en el momento que Marianne interpreta en un abandonado clavecín el Verano de Las cuatro estaciones, de Antonio Vivaldi, que describe una tormenta que se avecina y, en el caso de ellas, representa la pasión que está por desencadenarse.

La artista toca el teclado cubierto por un paño y Héloise lo quita en una clara alusión a que también se desnudará para ofrecer su cuerpo como instrumento de placer erótico y estético.

Otro personaje importante es Sophie, la sirvienta (Luàna Bajrami), que constituye el único contacto con el resto de los habitantes del lugar. Es ella la que, en sus intentos por abortar, las lleva a una fogata ritual, donde un grupo de isleñas canta y donde se produce el episodio del vestido que se incendia y que es recordado en una pintura al comienzo de la película.

Es, claramente, la quemazón del amor, que se expresa en la música y que permanecerá en el cuadro que se muestra al comienzo de la cinta.

Terminada la pintura, los cuerpos se separarán, pero quedará el autorretrato de la página 28 y –sobre todo– la música que las unió en ese momento de entrega carnal y espiritual.

Y a ello hay que agregar el mito de Orfeo y Eurídice, del que Marianne hace y practica su propia interpretación: el mítico cantor y poeta no miró a su amada porque ella insistió en que lo hiciera, sino para conservar su recuerdo. Y la pintora, cual femenina Pigmalión, ve desaparecer la imagen de su creatura vestida de novia con la que había fantaseado en varias ocasiones.

Todo se resumirá en las últimas dos secuencias: un cuadro con el mito de Orfeo junto al retrato de Héloise con su pequeña hija en una exposición y un concierto con la música de Vivaldi en un teatro.

(Portrait de la jeune fille en feu. Francia, 2019)                                                                    

VÍDEO DEL FILM:
“RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS”

PRODUCCIÓN:
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